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Le gusta al caminante que le cuenten historias donde intervienen las aves, historias que salen de las bocas de gentes que en alguna ocasión estuvieron más pendientes de los caminos trazados en el cielo que de las miserias con las que manchamos la tierra los humanos.

Quedó una mañana con Manuel, un señor de campo con quien había coincidido algunas veces en la puerta del colegio adonde acudía a recoger a su nieto. En aras de la buena urbanidad intercambiaban palabras sobre el pueblo, la educación, el tiempo…La simpatía era recíproca y conforme aumentaba la confianza el caminante fue compartiendo con él su afición por las aves; no había día que no terminaran hablando de palomas, tórtolas, gorriones, golondrinas o cernícalos…Así fue como una tarde quedaron emplazados en la cafetería de un hotel rural situado a las afueras del pueblo para hablar de las carracas. Le quiero enseñar una cosa, creo que le va a gustar, le comentó Manuel.

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El común de las personas no somos imprescindibles, pero la pertenencia a un grupo nos fortalece, se dijo el caminante la mañana en que regresaba de una loma que se asoma al mar del Estrecho y venía a ser lugar de encuentro, a comienzos del otoño, de aquellos interesados en observar el salto de las espátulas hacia la costa africana. Había pasado unas horas muy agradables conversando con un grupito de aficionados a la ornitología, con quienes pudo compartir la emoción de contemplar el paso de un bando de espátulas hacia el Sur por un pasillo migratorio que las llevaría, en la última etapa de su viaje, a su zona de invernada. Las espátulas pierden casi la mitad de su peso en grasa durante la migración, le comentó una chica que estaba a su lado observando con los prismáticos el paso del bando de espátulas por la línea de costa, con un batido pausado, regular y potente de sus alas. Han estado unas semanas en los humedales de la zona, alimentándose y preparándose para el extraordinario esfuerzo que aún les queda por hacer, continuó.

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Durante el verano suele dirigirse el caminante, a la caída de la tarde, hacia los campos de arroz para volcar su mirada en el verde intenso de la plantación, ahora que el tallo debe de estar alcanzando el metro de altura y las hojas, largas y puntiagudas, lucen un verde esmeralda luminoso. Ocasiones hay en que el caminante observa, entre las plantas,  cabezas de cigüeñas. Sus picos rojos se van desplazando de un lugar a otro como agujas de brújulas desorientadas. Son tardes en que el caminante fotografía la luz y el color mientras su espíritu se entrega al silencio. Media el verano y es sabedor de que no lejos de allí, en las poblaciones costeras, todo es bullicio.

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Los pasos del estornino se introdujeron abruptamente en el sueño del caminante cuando despuntaba la mañana; procedían del cuarto de baño, adonde se dirigió aún somnoliento y temeroso de que fueran ratones. Permaneció quieto, bajo el umbral de la puerta, contemplando el techo de escayola y siguiendo con la mirada el ir y venir de lo que, sin lugar a dudas, debía de ser el agitado corretear de un animal asustado. Advirtió que faltaba una lámpara en uno de los focos empotrados en el techo; se colocó debajo y justo en ese momento asomó la carita un estornino negro, con un pico puntiagudo y amarillento. Debe de haber entrado por el shunt de ventilación, pensó el caminante con cierto alivio antes de volver a la cama. Cuando despertó un par de horas más tarde los ruidos habían cesado y el caminante no tenía claro si lo que recordaba formaba parte de la tupida madeja de los sueños o no, pero el interés por los estorninos se quedó con él para siempre, durante la vigilia y durante el sueño.

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Las piernas del caminante difícilmente encuentran acomodo en el estrecho espacio que suele haber entre una fila y otra de butacas de cualquier sala de teatro, de manera que él procura buscar asiento en los extremos, para poder sacarlas/desplegarlas por el pasillo, como si fueran las alas dañadas de una paloma. Reparte entonces su atención entre lo que ocurre en el escenario y lo que ocurre en el pasillo, temeroso de que alguien tropiece con sus piernas y acabe de bruces en el suelo. Pero esa noche la guitarra de siete cuerdas que suena en el escenario lo mantiene absorto desde los primeros acordes, no puede apartar la vista de esos dedos que recorren el mástil de la guitarra como si fueran una mantis religiosa que diligentemente devorara una polilla, una mosca, un saltamontes…Lo que devoran esos dedos es la percepción de la realidad misma; no la devoran, la depuran, dejando en los asistentes una sensación de gratitud infinita. Horas después el caminante tuvo ocasión de saludar al músico brasileño, era una de las ventajas de vivir en una población pequeña. Obrigado pelo concerto desta noite, le dijo, sua música nos fez voar como pássaros celestiais.

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Cuando Antonio le nombró por primera vez al gallito de marzo el caminante tardó unos segundos en comprender que se refería a la abubilla. No dejaba de admirarle al caminante la riqueza léxica que brotaba de la boca de ese señor de campo con quien había tenido ocasión de intercambiar palabras en sus encuentros ocasionales. Se expresaba con una naturalidad que solo podía ser patrimonio de alguien tan arraigado a la tierra y su ecosistema, de alguien acostumbrado a nombrar su realidad inmediata con precisión y frescura, de una manera obvia y alejada de cualquier artificio. Y el caminante sintió entonces que no podía ser de otra manera, que la abubilla, upupa epops, era sin lugar a dudas un gallito de marzo; su hermoso penacho de color ocre con puntas negras, que lucía cuando se posaba, cuando se disponía a levantar el vuelo, cuando se mostraba inquieta por algún motivo o cuando se preparaba para el cortejo, evocaba la cresta de un gallo. Sí, los gallitos de marzo son muy bonitos, pero huelen… le dijo Antonio socarronamente, mientras se llevaba los dedos a la nariz.

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