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Los pasos del estornino se introdujeron abruptamente en el sueño del caminante cuando despuntaba la mañana; procedían del cuarto de baño, adonde se dirigió aún somnoliento y temeroso de que fueran ratones. Permaneció quieto, bajo el umbral de la puerta, contemplando el techo de escayola y siguiendo con la mirada el ir y venir de lo que, sin lugar a dudas, debía de ser el agitado corretear de un animal asustado. Advirtió que faltaba una lámpara en uno de los focos empotrados en el techo; se colocó debajo y justo en ese momento asomó la carita un estornino negro, con un pico puntiagudo y amarillento. Debe de haber entrado por el shunt de ventilación, pensó el caminante con cierto alivio antes de volver a la cama. Cuando despertó un par de horas más tarde los ruidos habían cesado y el caminante no tenía claro si lo que recordaba formaba parte de la tupida madeja de los sueños o no, pero el interés por los estorninos se quedó con él para siempre, durante la vigilia y durante el sueño.

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Las piernas del caminante difícilmente encuentran acomodo en el estrecho espacio que suele haber entre una fila y otra de butacas de cualquier sala de teatro, de manera que él procura buscar asiento en los extremos, para poder sacarlas/desplegarlas por el pasillo, como si fueran las alas dañadas de una paloma. Reparte entonces su atención entre lo que ocurre en el escenario y lo que ocurre en el pasillo, temeroso de que alguien tropiece con sus piernas y acabe de bruces en el suelo. Pero esa noche la guitarra de siete cuerdas que suena en el escenario lo mantiene absorto desde los primeros acordes, no puede apartar la vista de esos dedos que recorren el mástil de la guitarra como si fueran una mantis religiosa que diligentemente devorara una polilla, una mosca, un saltamontes…Lo que devoran esos dedos es la percepción de la realidad misma; no la devoran, la depuran, dejando en los asistentes una sensación de gratitud infinita. Horas después el caminante tuvo ocasión de saludar al músico brasileño, era una de las ventajas de vivir en una población pequeña. Obrigado pelo concerto desta noite, le dijo, sua música nos fez voar como pássaros celestiais.

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Cuando Antonio le nombró por primera vez al gallito de marzo el caminante tardó unos segundos en comprender que se refería a la abubilla. No dejaba de admirarle al caminante la riqueza léxica que brotaba de la boca de ese señor de campo con quien había tenido ocasión de intercambiar palabras en sus encuentros ocasionales. Se expresaba con una naturalidad que solo podía ser patrimonio de alguien tan arraigado a la tierra y su ecosistema, de alguien acostumbrado a nombrar su realidad inmediata con precisión y frescura, de una manera obvia y alejada de cualquier artificio. Y el caminante sintió entonces que no podía ser de otra manera, que la abubilla, upupa epops, era sin lugar a dudas un gallito de marzo; su hermoso penacho de color ocre con puntas negras, que lucía cuando se posaba, cuando se disponía a levantar el vuelo, cuando se mostraba inquieta por algún motivo o cuando se preparaba para el cortejo, evocaba la cresta de un gallo. Sí, los gallitos de marzo son muy bonitos, pero huelen… le dijo Antonio socarronamente, mientras se llevaba los dedos a la nariz.

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Hubo una tarde en que el caminante se acercó a la marisma para fotografiar a las canasteras. Era abril y el sol lucía con fuerza; apenas soplaba el viento y diríase que todo se había conjurado a su alrededor para disfrutar de una plácida tarde primaveral. Recientemente, las canasteras habían llegado a la marisma desde sus cuarteles de invierno, en el continente africano. El caminante sentía una especial predilección por esa ave limícola que no era difícil fotografiar; le resultaban de una singular belleza  el color rojo de la base del pico y la línea negra, semicircular, que partía del párpado inferior y se prolongaba hacia la garganta. Localizó con los prismáticos una pareja en las inmediaciones de la orilla; y no lejos a algunas más revoloteando en el aire. Comenzaban entonces su ciclo reproductivo que se prolongaría hasta finales de verano.  Esas avecillas acostumbraban a poner sus nidos en el suelo, en zonas abiertas no muy alejadas del agua y, en alguna ocasión, el caminante había observado unos movimientos que él había interpretado como parte de un cortejo nupcial: un gracioso desplazamiento de la cola de arriba abajo y un esponjamiento de las plumas de la garganta y el cuello.

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El caminante se había detenido en un recodo del camino donde había una gran piedra caliza que, a modo de mesa o tablero, había utilizado para vaciar su mochila y buscar aquello que no acababa de encontrar, una batería nueva para su cámara fotográfica que recordaba haber cogido antes de salir de la casa. Sobre la superficie lisa de la piedra había ido extendiendo todo  lo que, conforme pasaba el tiempo y aumentaba su ansiedad, iba cobrando la apariencia de los restos de un naufragio: un par de libretas, una guía de aves, un teléfono móvil, una botella de agua, dos cámaras fotográficas, tabaco, mecheros…

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El escribano triguero es un pájaro de apariencia similar a la del gorrión pero es más grande y tiene un pico corto y fuerte, óptimo para su alimentación granívora. Luce un plumaje pardo y un vientre blanquecino con líneas oscuras en el pecho. Diríase, piensa el caminante, que en su aspecto tiene la sencillez del campo y no hallará, quien con él se cruce, lucidos plumajes ni un vuelo imperial. Lo encontró una mañana el caminante encaramado en lo alto de uno de sus habituales posaderos, un poste de madera desde donde el pajarillo marcaba incansablemente el territorio con su peculiar canto. Comenzaba la primavera y con ella la época de cría de esta avecilla que solía realizar una o dos puestas de huevos al año y que anidaba en el suelo. Tan apegada estaba al terruño que no podía ser de otra manera, pensó el caminante. No se entretuvo mucho, para no molestarla, y continuó su paseo satisfecho con las dos o tres fotografías que llevaba en su cámara.

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