El caminante se detuvo una mañana a desayunar en un bar de una localidad próxima a la marisma y allí trabó conversación con unos señores que tomaban café a su lado. Mire, por allí va el vuelvepiedras. El caminante giró la cabeza; una figurilla humana de cuerpo menudo, ojos pequeños y rostro sonriente descendía con paso ligero por la calle situada justo enfrente del bar, una calle adoquinada y de pendiente muy pronunciada. El caminante les había contado minutos antes que esa mañana iría a la marisma para intentar tomar unas fotografías de los vuelvepiedras, unas aves limícolas de pequeño tamaño, patitas anaranjadas y un pico corto en forma de cuña que utilizaban para voltear piedras pequeñas bajo las cuales encontraban alimento, insectos, pequeños moluscos y crustáceos.
Las había visto en la marisma recientemente, en pequeños grupos próximos a la orilla, y le había llamado la atención su hermoso y abigarrado plumaje, de tono ligeramente anaranjado. Eran aves migratorias de largo recorrido, de manera que el caminante se aproximaba a ellas con escrupuloso respeto hasta que encontraba un punto de observación desde donde poder disfrutar de su visión sin invadir su espacio.
Quiso el caminante conocer el origen de tan peculiar apodo atribuido a aquel vecino y sus interlocutores, con algunas discrepancias irrelevantes, coincidían en el relato; el sobrenombre se remontaba a la niñez de aquel señor. Una tarde de verano el zagal debía de estar aburrido y sin saber qué hacer. Como se puede imaginar, hacía mucho calor y las calles estaban desiertas, gracias a Dios, porque el demonio puso ante sus ojos una enorme piedra de molino, de esas que se colocan una sobre otra para moler el trigo y obtener la harina. La muela sobre la solera. Vaya usted a saber cómo, el zagal logró poner en pie la piedra y la echó a rodar calle abajo. Entre risas, sus compañeros de desayuno le contaron cómo la piedra rodó unos metros hasta estrellarse contra la puerta de una casa cuyos ocupantes, a esas horas, debían de estar durmiendo la siesta, plácidamente. El alboroto generado por el estruendo fue grande, la puerta quedó hecha trizas y durante varios días no se habló de otra cosa en el pueblo. Pronto se supo quién había echado a rodar la piedra calle abajo y a circular el apodo en cuestión. El vuelvepiedras, le empezaron a llamar. ¿Recuerda usted ese pasaje de la Biblia en el que el diablo, encarnado en una serpiente, tentó a Jesucristo en mitad del desierto? Pues mire usted, esa tarde de verano el diablo adoptó la forma de piedra de molino y tentó a nuestro vecino. Qué locura.
Aún sonaban las risas y los comentarios jocosos de sus compañeros de desayuno cuando el caminante cruzó la puerta del bar para dirigirse a la marisma. Anduvo bastante hasta dar con los vuelvepiedras; era una mañana luminosa y pudo hacer bastantes fotografías; en las orillas de la marisma había muchas limícolas, andarríos, correlimos, chorlitejos, vuelvepiedras… cormoranes y gaviotas sobrevolaban incesantemente el cielo. Se sentó en un banquito de madera y se ocupó en darle forma a un pensamiento que le rondaba desde hacía rato. Le fascinaba observar los movimientos nerviosos e incesantes de los vuelvepiedras, ese rápido voltear de las piedras en busca de alimento; encontraba en él una similitud con la construcción del relato que había escuchado esa mañana de boca de los vecinos con los que había compartido un rato de café. La memoria episódica era maleable y se prestaba a una recreación de los acontecimientos evocados que le debía menos a la fidelidad de lo ocurrido que a la libertad de la creación. Importaba más lo que se creía recordar que lo realmente sucedido y eso, pensaba el caminante, abría las puertas al terreno de lo legendario. La palabra compartida ejercía el trabajo de los diminutos picos de esas aves que tenía ante sí, la palabra compartida año tras año giraba la piedra de los acontecimientos para encontrar con qué alimentar la imaginación colectiva. Bastaba con voltear la piedra para construir el relato.
DAVID COLLIS LUQUE