Se abre paso el caminante por un sendero estrecho y apenas transitado que desciende hacia la carretera. Tiene entendido que bajo sus pies perduran aún piedras de lo que fue calzada romana; el pasado se asoma entre las grietas del presente, del mismo modo que avanza la vegetación invasora en algunos tramos del lienzo de muralla que despunta sobre la cabeza del caminante, conforme va dejando atrás el pueblo. En el descenso, atraviesa el caminante un bosque de pinos y acebuches; es un camino sinuoso y sombreado, salpicado de vinagreras, lentiscos, palmitos…está próximo el mes de abril y en algunos tramos se va extendiendo el amarillo del jerguen, como poderosos rayos de sol que penetraran en la espesura del bosque.
La vida se abre paso, piensa el caminante mientras se dirige hacia un observatorio de aves situado frente a un cortado de piedra caliza; entre el cortado y el observatorio hay una carretera comarcal por donde transitan camiones, autobuses y coches; ajenos al ruido del tráfico, semanas atrás comenzaron a llegar los ibis eremitas, acudiendo a una cita anual que al caminante se le antoja triunfo de la vida; triunfo de la vida y de la ciencia, se dice el caminante, pues sabe que no han pasado muchos años desde que se inició el proyecto de recuperación del ibis eremita mediante la reintroducción en la zona de estas aves criadas en cautividad. Por entonces, el ibis eremita figuraba en la lista de aves en peligro crítico de extinción, había desaparecido de Europa y apenas quedaba una reducida colonia en Marruecos y alguna más en Siria y en Turquía. Es un ave singular y de una extraña belleza; luce un plumaje negro, con reflejos metálicos verdes y púrpuras y una cabeza pelada y roja coronada por largas plumas colgantes sobre la nuca que alcanzan la parte superior del cuello, a modo de gorguera o lechuguilla; de algún modo, al caminante de da la impresión de estar ante un señor engolado del siglo XVII.
Desde el observatorio el caminante pasa un tiempo largo, subyugado por la contemplación del ir y venir de los ibis portando en sus largos y curvados picos pequeñas ramitas con las que van construyendo sus nidos, en oquedades de la pared o en elevadas cornisas. Alguna vez le ha sorprendido la caída de la tarde todavía en el observatorio, que se abre al otro lado a un hermoso paisaje por donde discurre un río en cuyas orillas hay un espeso cañaveral. Es un dormidero de aves al que se aproximan en pequeñas bandadas aves de la zona, especialmente garcillas bueyeras. Sobrecogen al caminante esos minutos crepusculares en los que apenas hay luz para hacer fotografías, unos minutos durante los cuales parece iniciarse un ritual de recogimiento. Llegan al cortado los últimos ibis, tras una jornada dedicada a la construcción de los nidos y a la búsqueda de alimentos en las proximidades del cortado; se lanzan las garcillas hacia el interior del cañaveral , que cobra un extraño tremular conforme se va llenando de aves; diríase un pulmón verde que bombea la vida que fluye por sus arterias blancas.
Apenas le queda luz al caminante para regresar al pueblo; acelera el paso, feliz de cerrar un día más en que las aves le han dado lección de vida y armonía. Sabe que en otros lugares de Europa, en esos momentos, las bombas destruyen ciudades, cercenan proyectos de vida; delante de sus ojos, se levantan nidos y se agrupan las aves al finalizar el día para pasar la noche protegidas por el calor del grupo. Un rayo de luz, en tiempos de oscuridad, musita el caminante.
DAVID COLLIS LUQUE