En agosto acostumbra el caminante a pasear, durante la caída de la tarde, por un sendero que discurre paralelo a la costa. Es una zona fronteriza entre tierras de cultivo y suaves sistemas dunares que rompen, como olas de arena, en playas insólitamente vírgenes. Durante el recorrido suele cruzarse con otros caminantes y con algún ciclista. La luz es delicada y envolvente, una luz que es silencio, que es invitación al recogimiento, una luz que se va apagando gradualmente, desdibujando los contornos del día. En ocasiones se detiene un rato junto a una torre vigía del siglo XVI construida con piedra ostionera, desde cuyo interior le llegan los sonidos de las palomas que hoy la habitan, el agitado silbido de sus alas y su arrullador zureo.
Allí aguarda la puesta del sol; no obstante, otras veces decide continuar el camino hasta llegar a un arroyo que entra suavemente en la playa; llega a una pasarela de madera, se adentra en la arena y busca un lugar donde sentarse, de espaldas al sol, que en unos minutos comenzará a ocultarse tras la línea del horizonte marino. Le gusta contemplar cómo incide la desvaída luz del ocaso sobre las aguas del arroyo. Le gusta percibir a sus espaldas cómo poco a poco los bañistas van abandonando el día de playa; cómo se apagan las voces, cual bombillas; cómo alguna todavía se eleva reclamando a unos niños que salgan ya del agua.
En ese lento desaparecer del día entran en escena, procedentes de las dunas, unas avecillas que serán fotografiadas por el caminante. Son aves limícolas, aves de pequeño tamaño, movimientos rápidos y pico corto que cuando finaliza el día se aproximan a la orilla del arroyo a alimentarse de insectos y pequeños crustáceos que encuentran bajo la superficie húmeda de la orilla. El caminante se siente durante unos minutos un esforzado funambulista que busca un equilibrio imposible; a un lado del alambre la realidad es hermosa pero agitada incluso en sus últimos momentos; al otro lado, la realidad, levantada sobre los pilares de la quietud y el silencio, va siendo ocupada por los chorlitejos, a quienes el caminante se esfuerza por fotografiar sin molestarlos, sin invadir su momento del día. Piensa el caminante, en esos minutos de dilatada agonía crepuscular, en aquellas personas que, al finalizar el día, se ocupan de apagar las luces. Con una sonrisa, recuerda a esas trabajadoras de la limpieza del instituto donde trabajó tantos años que a la caída de la tarde recorrían pasillos y aulas limpiando el ruido de la mañana con amable nobleza; piensa en el conserje, que aún tenía fuerzas para soltar un último chiste antes de conectar la alarma, apagar la luz y echar el cierre; piensa en Susa, una poderosa mujer gallega que todas las tardes se asoma a la puerta de su casa para contemplar la ría durante la puesta de sol. Personas anónimas ocupadas en apagar las luces del día y certificar que el Universo está en orden. Piensa, el caminante, en su madre, que tantas veces entró en la habitación para comprobar que el pequeño chorlitejo se había dormido con un libro entre las manos, arroparlo amorosamente y apagar la luz.
DAVID COLLIS