Madrugó una mañana el caminante para dirigirse hacia lo que un día fue uno de los humedales más extensos de la península y un valiosísimo lugar de tránsito de las aves migratorias hacia el continente africano. Llevaba en la mochila dos cámaras, alguna pieza de fruta, agua y un ramillete de nerviosa expectativa. Estaba muy avanzado el otoño y en los últimos días habían bajado las temperaturas, señal que confirmaba el avance inexorable del calendario.
No era el caminante muy amigo de las festividades religiosas pero sabía que estaba el adviento a las puertas y algo, entonces, estaba por llegar, ya fuera un dios, ya fuera una extraordinaria bandada de aves migratorias. Se aproximó a la laguna como quien llega a un panteón laico. Era muy temprano y la aurora comenzaba a despuntar por el Este. Qué bonito contraluz, pensó. Era un camino estrecho, irregular y pedregoso, salpicado de charcos tras las recientes lluvias. A un lado discurría un caudaloso canal de riego y era frecuente encontrar en sus alrededores garzas reales, garcetas, aguiluchos laguneros, cernícalos y cormoranes. Al otro lado se extendían campos de cultivo y, en lontananza, asomaba el sol tras las cumbres de una sierra plateada.
Días atrás, durante un encuentro fortuito, un antiguo compañero de trabajo del caminante le había contado, entre risas, que a una alumna del instituto le había dado por dejar en diversos lugares del centro, aulas, biblioteca, cafetería, escaleras…diminutas figurillas de papel, primorosamente coloreadas, que simulaban pajaritas. ¿Y si fueran las grullas?, le preguntó el caminante. El antiguo compañero no supo qué responder ni cómo reaccionar ante una pregunta tan extraña formulada con un semblante tan serio. Tampoco el caminante aguardó una respuesta, se despidió precipitadamente, como pájaro al que espanta el disparo lejano de un cazador.
En los últimos años el caminante había aprendido a disfrutar como un niño de la llegada a la laguna de los bandos de grullas, tras un larguísimo viaje que las traía desde el Norte de Europa a lugares más cálidos durante la invernada; permanecían en la zona desde finales de octubre o principios de noviembre hasta mediado el mes de marzo. Antes de verlas, el caminante las escuchaba; antes de leer sobre la pizarra del cielo azul de la laguna la grafía estilizada de su vuelo, oía su alegre trompeteo, un sonido potente facilitado por la longitud y estructura de sus tráqueas. Desconocía el caminante el significado de tan agitado canto, desconocía si el mismo respondía a los designios de un cortejo o tenían cualquier otro significado. Eran, para él, una celebración, el anuncio feliz de una llegada, de un viaje que había alcanzado su destino tras sortear no pocos peligros e incertidumbres, era el triunfo de la vida un año más, una justa recompensa tras la aventura de la migración. Pensó el caminante entonces en aquellos que quedaron en el lugar de origen, aguardando el anuncio de una llegada, una señal que les indicara que todo había ido bien; pensaba el caminante en aquellos, padres, hermanos o amigos, que quedaron atrapados en tierras del hambre o de la guerra, en el frío invernal de la existencia, aguardando una llamada durante semanas de angustiosa espera. Tal vez esa llamada nunca llegó porque el cuerpo de quien debió realizarla quedó tendido sobre la arena húmeda de una costa lejana.
David Collis Luque