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Algunos domingos el caminante dirige sus pasos hacia un puente de piedra con arco ligeramente rebajado bajo el cual corren las aguas del río. Cuando no vienen muy crecidas las aguas, asoma una enorme roca granítica, luminosa; sobre ella suelen descansar los cormoranes, con sus poderosas alas abiertas y orientadas hacia el sol, como dos grandes velas desplegadas surcando los mares del día. Piensa el caminante que el cormorán, ese cuervo marino (corvus marinus) con una mancha amarilla en la base del pico, extiende sus alas para secarlas al sol.

Es el descanso del guerrero, se dice el caminante; reclinado sobre el puente, termina de comer una manzana antes de extraer de la mochila la cámara de fotos; el caminante seca las alas de su alma durante esos instantes de plácida contemplación. Le complace la eufonía del nombre de esa ave marina; le complace y le evoca el nombre de héroes legendarios. Fue niño el caminante y leyó las aventuras del capitán Trueno en un libro abierto sobre sus piernas; sentado en unos escalones, las manos las tenía ocupadas sujetando un panecillo con chocolate.

Hay un domingo en que el caminante encuentra la piedra cubierta, casi en su totalidad, por las aguas del río; recientemente llovió, en abundancia. Han bajado las temperaturas y sopla un fuerte viento de levante. Llega al centro del puente, comprueba que no hay cormoranes en la zona y decide regresar al auto, sin llegar a sacar la cámara de la mochila. Pasa entonces junto a una residencia de ancianos, que a esa hora de la mañana registra una alegre agitación; los familiares aprovechan la mañana del domingo para visitar a sus padres o madres, abuelas o abuelos.  Es otra forma de luminosidad, piensa el caminante. Le vienen entonces a la mente las durísimas imágenes de meses atrás, días sin luz en los que los valientes cormoranes del sistema público de salud libraron feroces batallas contra la enfermedad, la soledad y la muerte. Ese personal sanitario y laboral que encaramado a una piedra, como el capitán Trueno de la infancia del caminante, batalló sin respiro y fue aplaudido por el pueblo a las ocho de todas las tardes. Maldice el caminante a los políticos y su desmemoria, maldice el caminante los espureos intereses privados que, sin escrúpulos, batallan por arrancar las plumas a un sistema sanitario público cada vez más agotado y desprotegido.  Se detiene, saca de su mochila la cámara y, discretamente, hace una foto de la entrada de la residencia, donde una sanitaria ha salido a recibir a unos familiares. El caminante sonríe, porque se lleva esa mañana de domingo la más hermosa imagen de un cormorán blanco abriendo sus poderosas alas para abrigar la vida.

                      

                                      David Collis Luque