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Si algo ha aprendido el caminante durante sus paseos por marismas, lagunas y campos de cultivo es a valorar el silencio, la mesura y la humildad. Esta última hace que se sienta profundamente agradecido a las aves con las que se va encontrando, por recibir de ellas tanta belleza a cambio tan solo de un poco de atención y respeto. También, en ocasiones, se siente abrumado el caminante…Le escuchó un día a un escritor querido unas palabras que recuerda cuando, frente a un ave que no logra identificar, siente la urgencia de ponerle nombre; cuando nombras una cosa, la ves. Sucede entonces que consulta guías de aves, visita páginas web, hace llamadas telefónicas. Sólo cuando tiene un nombre se queda tranquilo el caminante, solo cuando tiene el nombre del ave, la ve.

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Continuamos con el escrito de Lorenzo Almar "Asuntos vegetales". Ya habíamos publicado el comienzo de este magnífico viaje, ahora nos vamos a Almendrales y al Cerro de los Ángeles. Disfrutadlo, merece toda nuestra atención:

4. La hierba

Capítulo para pensar un rato.

5. Almendrales

Dejamos de vivir en la habitación de la calle Princesa cuando a mi padre le concedieron un piso de protección oficial, en el barrio de Almendrales. Allí nacieron mis hermanos y allí viví hasta que me fui con veintidós años. Tenía cinco cuando llegué.

Entre los bloques de pisos de ladrillo rojo, descarnado porque no tenían enfoscado, al menos había bastantes árboles, principalmente olmos pumila, algún chopo y algunos pinos. En primavera los olmos se iban cubriendo, de la noche a la mañana, con el verde tierno y lustroso de los brotes, parecían como de nube o espuma y cuando los podaban, los niños del barrio, y había muchos niños en el barrio, hacíamos cabañas, a modo de tipis indios, y armas; jugábamos, y también peleábamos, porque pelear era un juego, durante unos días, antes de que recogieran la poda.

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“Sólo somos felices, verdaderamente felices, cuando es para siempre, pero sólo los niños habitan ese tiempo en el que todas las cosas duran para siempre.”

                                              José Eduardo Agualusa (El vendedor de pasados)

                                               A mis padres, aunque ya no estén. 

 1. Parque del Oeste

Mis primeros recuerdos de emoción con el mundo vegetal me vienen de muy atrás.

Hasta que tuve cinco años vivíamos en una habitación alquilada en un piso de la calle Princesa, en Madrid. Actualmente es un Corte Inglés. Mi madre me llevaba de paseo al parque del Oeste y hay un momento breve, muy breve, de una de esas tardes, que es el único que tengo en la memoria.

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A Óptimas y Uno, in memoriam

Se abre paso el caminante por un sendero estrecho y apenas transitado que desciende hacia la carretera. Tiene entendido que bajo sus pies perduran aún piedras de lo que fue calzada romana; el pasado se asoma entre las grietas del presente, del mismo modo que avanza la vegetación invasora en algunos tramos del lienzo de muralla que despunta sobre la cabeza del caminante, conforme va dejando atrás el pueblo. En el descenso, atraviesa un bosque de pinos y acebuches; es un camino sinuoso y sombreado, salpicado de vinagreras, lentiscos, palmitos…está próxima la primavera y en algunos tramos se va extendiendo el amarillo del jerguen, como poderosos rayos de sol que penetraran en la espesura del bosque.

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Le gusta al caminante que le cuenten historias donde intervienen las aves, historias que salen de las bocas de gentes que en alguna ocasión estuvieron más pendientes de los caminos trazados en el cielo que de las miserias con las que manchamos la tierra los humanos.

Quedó una mañana con Manuel, un señor de campo con quien había coincidido algunas veces en la puerta del colegio adonde acudía a recoger a su nieto. En aras de la buena urbanidad intercambiaban palabras sobre el pueblo, la educación, el tiempo…La simpatía era recíproca y conforme aumentaba la confianza el caminante fue compartiendo con él su afición por las aves; no había día que no terminaran hablando de palomas, tórtolas, gorriones, golondrinas o cernícalos…Así fue como una tarde quedaron emplazados en la cafetería de un hotel rural situado a las afueras del pueblo para hablar de las carracas. Le quiero enseñar una cosa, creo que le va a gustar, le comentó Manuel.

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El común de las personas no somos imprescindibles, pero la pertenencia a un grupo nos fortalece, se dijo el caminante la mañana en que regresaba de una loma que se asoma al mar del Estrecho y venía a ser lugar de encuentro, a comienzos del otoño, de aquellos interesados en observar el salto de las espátulas hacia la costa africana. Había pasado unas horas muy agradables conversando con un grupito de aficionados a la ornitología, con quienes pudo compartir la emoción de contemplar el paso de un bando de espátulas hacia el Sur por un pasillo migratorio que las llevaría, en la última etapa de su viaje, a su zona de invernada. Las espátulas pierden casi la mitad de su peso en grasa durante la migración, le comentó una chica que estaba a su lado observando con los prismáticos el paso del bando de espátulas por la línea de costa, con un batido pausado, regular y potente de sus alas. Han estado unas semanas en los humedales de la zona, alimentándose y preparándose para el extraordinario esfuerzo que aún les queda por hacer, continuó.

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