Continuamos con el escrito de Lorenzo Almar "Asuntos vegetales". Ya habíamos publicado el comienzo de este magnífico viaje, ahora nos vamos a Almendrales y al Cerro de los Ángeles. Disfrutadlo, merece toda nuestra atención:
4. La hierba
Capítulo para pensar un rato.
5. Almendrales
Dejamos de vivir en la habitación de la calle Princesa cuando a mi padre le concedieron un piso de protección oficial, en el barrio de Almendrales. Allí nacieron mis hermanos y allí viví hasta que me fui con veintidós años. Tenía cinco cuando llegué.
Entre los bloques de pisos de ladrillo rojo, descarnado porque no tenían enfoscado, al menos había bastantes árboles, principalmente olmos pumila, algún chopo y algunos pinos. En primavera los olmos se iban cubriendo, de la noche a la mañana, con el verde tierno y lustroso de los brotes, parecían como de nube o espuma y cuando los podaban, los niños del barrio, y había muchos niños en el barrio, hacíamos cabañas, a modo de tipis indios, y armas; jugábamos, y también peleábamos, porque pelear era un juego, durante unos días, antes de que recogieran la poda.
La gente que llegó a ese nuevo barrio dentro de Usera eran matrimonios jóvenes con varios hijos, proletarios, gente humilde expulsada de los campos de todo el país por el poco futuro que ofrecía la postguerra en sus sitios de origen. La mayoría venían de pueblos. En mi bloque de veinte familias había gente, que yo recuerde, de al menos una docena de provincias desde el norte al sur. El bloque era una nación de naciones. Lo era el barrio entero. Se comenzaron a formar alianzas, intercambios, querencias, ayudas y también trifulcas, prejuicios, incomprensiones y odios. La vida misma en su estado químicamente puro. Bueno, pues estas gentes, quizá añorando sus tierras, fueron plantando algún pruno, rosales, nísperos, aligustres, adelfas. No todos prosperaban, pero aumentaba el mundo vegetal y eso era bueno.
Si cruzabas la calle Santuario estabas en el barrio de Las Casitas Bajas, a tres minutos de casa, literalmente. Por allí íbamos al colegio, a las tiendas, al mercado, a coger el autobús que nos sacaba del barrio hasta el centro de Madrid. Todas sus aceras estaban bordeadas de grandes falsas acacias; las llamábamos los árboles del pan y quesillo. Cuando florecían enloquecíamos para poder tirar racimos de flores blancas, para comerlas. Sabían dulces, a los padres no les gustaba mucho que lo hiciéramos. Luego he sabido que pueden ser venenosas si comes muchas, pero enseguida se pasaba lo de comerlas porque se llenaban de pulgón y ya daba asco. Aun así su olor es maravilloso y he andado mucho debajo de sus copas.
Un poco más allá de las Casitas Bajas había una gran escombrera. Los padres nos tenían rigurosamente prohibido ir, pero íbamos a jugar en secreto entre las dunas de escombros, basura y restos de los talleres del barrio. Allí, de vez en cuando, germinaba un hueso de melocotón o una pipa de sandía; brotaba una patata de una peladura o alguna tomatera. Nunca llegaban a ser adultos pero los miraba con asombro, sin entender el poder que los hacía brotar, como de la nada, entre aquellos montículos. Si los padres, como si tuviesen bola de cristal, adivinaban que habíamos ido a la escombrera, nos zurraban, pero seguíamos yendo.
En Almendrales yo tenía mi árbol predilecto. Frente a la ventana de mi dormitorio vivía un chopo. Podía verlo desde mi cama y cuando empecé a escribir le escribí un poema. No sé si él se enteró alguna vez. Mucho tiempo miré sus hojas moviéndose con el aire, su delgadez era un rumor de mariposas blancas y verdes que atravesaban mi ventana. Cuando había luna se cubría de lentejuelas de escarcha y el otoño lo convertía en una columna dorada. El poema, aunque malo, todavía lo conservo; era el año 1971. Mucho después, cuando ya no vivía allí, lo cortaron. Uno de los días que fui a casa de mis padres ya no estaba. Nunca supe por qué. Sentí lástima.
6. Cerro de los Ángeles
No sé cuántos años tendría entonces. Sé que era adolescente porque aquella mañana también estaba mi hermano y mi primo Javi, que tendrían unos siete u ocho años. Mi madre y mi tía Ana se quedaron en casa, porque mi hermana y mi prima eran todavía muy pequeñas para aquella aventura. Se quedaron preparando magdalenas y el cocido para la comida. Íbamos con mi padre y tío Toño a buscar cardillos.
El autobús nos dejó en algún punto cerca del Cerro de los Ángeles. En estas periferias de Madrid había entonces campos de cereal y tierras baldías, que era donde nos dirigíamos. En la actualidad nada queda de aquello porque todo está urbanizado. Nos habían hecho madrugar para llegar con la primera luz del día y una niebla rala se posaba sobre el campo; después de una caminata el sol la encendió y la hizo desaparecer.
La primavera brillaba en los trigales, heridos de amapolas y salpicados de acianos y avena loca; y en las tierras baldías estaba lo que habíamos ido a buscar. Allí estaban aquellos cardos pegados al suelo, desparramados por la tierra. Era la primera vez que veía al natural lo que tanto nos gustaba en el cocido a toda la familia. ¿Y cómo era posible comernos esos pinchos si en el plato de garbanzos no tienen espinas? Es un privilegio que, en algún momento de la vida, las cosas te hayan parecido prodigiosas. Estaba a punto de conocer el secreto de los cardillos. Mi padre y mi tío los iban cortando por la base y, con gran habilidad, de un solo tirón, quitaban los pinchos de cada hoja, sin guantes ni nada, y no se herían. Yo lo intenté pero me pinchaba y me quejaba tanto que me dejaron correr y jugar con los pequeños, a cambio de que los cuidara; claro que ¡maldito caso que me hacían a mí los pequeños!
Descubrí que de esos cardos sólo se comen las nervaduras de las hojas y sólo cuando son tan jóvenes como los que estábamos cogiendo. Pero en las tierras castellanas y manchegas sólo nacen en primavera y, cuando crecen un poco y se alzan del suelo, ya no sirven; luego se llenan de flores amarillas que parecen constelaciones de estrellas. Aquel día no fui un buen recolector de cardillos, pero aprendí cómo son y cómo se limpian; con el tiempo los he cogido muchas veces sin pincharme demasiado. Volvimos a casa con un saco lleno.
Bastantes años más tarde, cuando me vine a vivir a Zahora, descubrí que aquí son una verdura muy apreciada y popular; la venden en los mercados, ya limpia, entera o troceada; y como este es otro clima, las hay en primavera y otoño. Me encanta su sabor recio, silvestre con un punto de amargor. Aquí se llaman tagarninas, nombre que me parece muy bonito, y siempre que las como me encuentro con aquella mañana.
¡ Tagarninas esparragás ! ¡ Buenííísimas !
Continuará...