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Le gusta al caminante que le cuenten historias donde intervienen las aves, historias que salen de las bocas de gentes que en alguna ocasión estuvieron más pendientes de los caminos trazados en el cielo que de las miserias con las que manchamos la tierra los humanos.

Quedó una mañana con Manuel, un señor de campo con quien había coincidido algunas veces en la puerta del colegio adonde acudía a recoger a su nieto. En aras de la buena urbanidad intercambiaban palabras sobre el pueblo, la educación, el tiempo…La simpatía era recíproca y conforme aumentaba la confianza el caminante fue compartiendo con él su afición por las aves; no había día que no terminaran hablando de palomas, tórtolas, gorriones, golondrinas o cernícalos…Así fue como una tarde quedaron emplazados en la cafetería de un hotel rural situado a las afueras del pueblo para hablar de las carracas. Le quiero enseñar una cosa, creo que le va a gustar, le comentó Manuel.

En una sola ocasión el caminante había estado delante de una carraca, nombre común con que era conocida la Coracias garrulus. Fue un domingo en que un desconocido, probablemente habituado a verlo por los caminos con la cámara en mano, bajó del vehículo en el que iba para decirle que había una carraca posada en una torreta de electricidad unos metros más adelante. Se aproximó con mucha cautela hasta que tuvo al alcance del objetivo de su cámara una hermosa ave de cabeza pequeña y un colorido plumaje de tonalidades azules;  las plumas del dorso eran de un castaño rojizo. No era un ave grande pero cuando se echó a volar al caminante le pareció que sus alas, rematadas por unas puntas negras, tenían una considerable envergadura. Nunca más volvió a verla por allí. Sabía que era un ave migratoria que aparecía en la Península en primavera y volvía a emprender su viaje hacia África a mediados de septiembre y que solía encontrarse en terrenos con arboledas dispersas o bien en lugares próximos a zonas cultivadas, como era el caso. También sabía que su pico pequeño pero robusto le permitía alimentarse no solo de artrópodos y de voladores lentos que solía atrapar al vuelo sino también de pequeños reptiles y roedores, como lagartijas, culebras o ratones. Le llamaba la atención al caminante el nombre con que popularmente era conocida, la carraca, una voz que le traía recuerdos infantiles asociados, no sabía por qué razón, a las festividades religiosas. De una manera imprecisa se veía de niño haciendo girar un objeto de madera con una ruedecilla dentada que emitía un sonido no muy agradable, más bien lastimoso y pesado. Por una injusta, al parecer del caminante, relación metonímica, esa hermosa ave había recibido su nombre de aquel instrumento musical porque su canto era un tanto áspero y ruidoso pero distaba mucho de asemejarse a las carracas de su infancia.

El hotel donde el caminante había quedado con Manuel para tomar un café albergaba en su interior un espectacular palomar con más de siete mil nidos. Una desmesura descomunal, le susurró el caminante a su compañero mientras recorrían sus estrechos pasillos, equiparable a la biblioteca universal de Borges. Manuel le contó que el palomar contenía cerca de ocho mil nidos y que las parejas siempre utilizaban el mismo. Un sistema de catalogación perfecto, pensó el caminante, habituado como estuvo en un tiempo pasado a catalogar los libros de la biblioteca escolar. Manuel se detuvo en mitad del pasillo y señaló unos nidos que estaban a media altura. Allí anidaron una vez varias parejas de carracas. Le contó que cuando él era un zagal, así dijo, sus amigos y él ser acercaban por las tardes a mirarlas, escucharlas y a traerles comida (saltamontes, grillos, moscas…) aun a sabiendas que de poco les servirían; aquello les permitía soñar con que estaban contribuyendo a la supervivencia de aquellas hermosas aves de plumaje azul. Mientras el caminante escuchaba sus palabras pensaba en la estéril épica de aquellos niños trepando por una inestable escalera de madera con los bolsillos llenos de insectos muertos para asegurar la continuidad de unas aves cuya población había ido disminuyendo con el paso de los años y la degradación de su hábitat. Cuando abandonaron el palomar casi había oscurecido. Apenas intercambiaron algunas palabras durante el camino de vuelta; una vez más el caminante se sentía profundamente agradecido a esas sabias y generosas personas que, como Manuel, le regalaban historias de aves y le mostraban lugares que albergaron esas historias. Eso le gustaba al caminante.

DAVID COLLIS