“Sólo somos felices, verdaderamente felices, cuando es para siempre, pero sólo los niños habitan ese tiempo en el que todas las cosas duran para siempre.”
José Eduardo Agualusa (El vendedor de pasados)
A mis padres, aunque ya no estén.
1. Parque del Oeste
Mis primeros recuerdos de emoción con el mundo vegetal me vienen de muy atrás.
Hasta que tuve cinco años vivíamos en una habitación alquilada en un piso de la calle Princesa, en Madrid. Actualmente es un Corte Inglés. Mi madre me llevaba de paseo al parque del Oeste y hay un momento breve, muy breve, de una de esas tardes, que es el único que tengo en la memoria.
Veo a mi madre y a una de mis tías sentadas en un banco bajo los árboles; yo agachado en el suelo recogiendo algo de la arena. Entonces no sabía qué era lo que mis manos acariciaban como si hubiese encontrado un tesoro. Una piña de abeto aún verde, casi recién nacida, que se había caído del árbol y también una flor de rosa de Siria. Aquel tacto suave y verde de la piña, el color malva azulado de la flor y el olor de los aligustres floridos, sin saber por qué, nunca se fueron. Aún no sé muy bien si es una imagen o la sensación de una imagen.
2. Alaraz
Algo parecido, pero un poco más nítido porque yo tendría unos tres años más y ya no vivíamos en Princesa, fue en la huerta de mi abuelo Palatino.
La huerta era una de las más grandes de Alaraz y estaba a la orilla misma del río. Mi padre se afanaba en los frutales mientras mi abuelo sacaba agua. La burra daba vueltas alrededor del pozo y la noria la vertía en un pilón para distribuirla por la huerta. Ver rodar la noria y las cascadas que caían de los cangilones era ya todo un entretenimiento; me parecía un malabarismo. Brillaba el sol y el aroma de la menta brava, que crecía libre alrededor del pilón, se me quedó para siempre.
Recuerdo a mi padre recogiendo peras de agua y de donguindo, nombre que me parecía muy enigmático para una pera, y ciruelas largas y moradas. Pero lo que también se me quedó como un deleite fue el olor dulce y áspero de las higueras al rozarlas.
Mi abuelo me enseñaba el nombre de los árboles que bordeaban la huerta por el lado del río. Saúcos, mimbres, álamos, fresnos, sauces… Mi padre odiaba los fresnos. Cuando era pequeño, mi abuela Eufrasia siempre llevaba bajo las sayas una varita de fresno, y cuando él o alguna de mis tías hacían una trastada, la abuela sacaba su vara y mientras los daba de zurriagazos decía ¡¡pin pan que nieva!! ¡¡pin pan que nieva!! Ya de mayores lo contaban riéndose y mi abuela era la que más se reía.
También recuerdo ir con mi abuelo montado en la burra, y mi madre en otra, con las banastas llenas de fruta para venderla por el pueblo; su olor, mezclado con el de la burra, nuestro sudor y el polvo del suelo, se nos quedaba pegado.
Al sobrado de la casa, que en otros sitios llaman desván, no me dejaban subir solo. Allí se guardaban aperos de labranza y otras herramientas, garrafas y botellas de cristal, cestos, cuerdas, clavos y cosas viejas. El suelo era de madera y por encima se veían todas las vigas que sostenían el tejado. Una tira de sol entraba por un ventanuco partiendo la penumbra y el polvo se movía como si alguien hubiese pulverizado un chorro de oro. Me quedaba fascinado mirándolo. Pensaba que era posible que Dios se apareciese por allí.
Me dejaban subir para ayudar a extender, sobre mantas colocadas en el suelo, las manzanas, las patatas y las cebollas. Mi abuelo y mi padre colgaban de las vigas las trenzas de ajos y los melones de invierno. Parecía increíble que con los ajos se pudiera hacer trenzas tan perfectas. Pero lo que más me gustaba era ayudar a colgar las ciruelas moradas para hacerlas pasas. Yo iba envolviendo cada ciruela en trozos de papel de estraza, como si fueran caramelos, y mi abuelo las engarzaba en hilos de bramante, formando guirnaldas que colgaba de los clavos de las vigas. En el sobrado el olor era intenso, casi masticable; una mezcla de penumbra, madera, fruta, tierra y polvo. Y el adobe.
3. Pedraza de Alba
Íbamos más veces al pueblo de mi madre, que está a ocho kilómetros y medio de Alaraz. A mi padre le gustaba más. Nunca supimos por qué no le gustaba ir a su pueblo, sobre todo cuando, años más tarde, mi abuelo vendió la huerta a una de mis tías. Entonces ya siempre fuimos a Pedraza.
Allí eran otras cosas. Como casi siempre íbamos en los veranos el cereal brillaba en las eras; y otra imagen que no se me olvida es a mi prima Bene y yo muy contentos, sentados en un trillo tirado por un buey. El abuelo Cesáreo no nos quitaba ojo mientras el trillo daba vueltas por la era separando el grano de la paja. El polvillo que se iba desprendiendo de aquella molienda picaba como mil diablos, pero éramos niños y eso no era importante. Lo divertido era ir en aquel tiovivo. Me siento privilegiado de haber tenido esta experiencia en mi vida. Aún conservo dos pequeños trozos de trillo colgados en una pared de mi casa; con sus lascas de pedernal incrustadas en la madera, me parece como si tuviese algo neolítico. Los rescaté de aquellos mundos que han dejado de existir.
A diferencia de mi abuelo Palatino, el huerto de mi abuelo Cesáreo era muy pequeño, también junto a un río. Ni siquiera era suyo; la duquesa alquilaba esas pequeñas porciones de tierra a los campesinos; pero eso lo supe siendo mayor porque no son cosas que interesen a un niño. Para nosotros el huerto era del abuelo.
Parte de mis primos y mi hermano eran aún muy pequeños, así que, cuando el abuelo nos llevaba, también iban mi madre y algunos de mis tíos y tías. Ellos ayudaban al abuelo, pero para nosotros era una fiesta. También allí un burro y la noria daban vueltas y me quedaba embobado viendo correr el agua para regar; los granos de arena corrían brillando por el cauce de aquellos surcos que, en mi imaginación, eran pequeños ríos cristalinos. Nos enseñaron como eran las plantas de patata, los escarabajos bruñidos que se las comían y había que matar; los pimientos como cuernos, y los tomates luminosos como burbujas. A veces nos ponían a quitar malas hierbas y un olor silvestre te iba dejando las manos pringosas, húmedas y ásperas; si estaban floridas me daba pena arrancarlas. Había que tener cuidado con las ortigas.
El huerto tenía una alberca, circular, más grande que la de mi otro abuelo, y cuando el sol calentaba el agua nos bañábamos; las ranas huían y los renacuajos cabezones, graciosos y torpes se escondían despavoridos entre el alboroto infantil. Si jugábamos a cogerlos nunca lo conseguíamos. Nos daba sombra un ciruelo de ciruelas claudias y, desde entonces, son las que más me gustan.
Las impresiones de la niñez se quedan grabadas con fuerza en algún lugar de la memoria. Parece que se han olvidado ¡pero no! El griterío de los pájaros al atardecer en las alamedas, que parecía que se iba a acabar el mundo; las quitameriendas cubriendo de violeta las eras con las primeras lluvias de septiembre, el sol rojo flotando sobre el horizonte en los rotundos atardeceres de Castilla; mirar las ovas del río; o ir a coger las pequeñas joyas agridulces de las zarzamoras que, además, se podían comer. El reto era no caerse entre las zarzas. Todo un lujo.
Luego estaban las encinas. Las encinas tenían, y aún tienen para mí, un poder casi sobrenatural. Me produce placer verlas cargadas de bellotas, con esa especie de boina a la que están agarradas; la luz que se filtra por las hojas que pinchan y la robustez de sus troncos y ramas. De pequeño imaginaba que eran animales prehistóricos, pesados, monumentales, que en la lejanía parecían trotar, o querer hacerlo, por aquellas lomas y planicies extensas. Seguía con mucha atención y un poco de temor a las hormigas que circulaban por sus rugosidades.
En estas infancias salmantinas fui aprendiendo. Como era un niño de ciudad imaginaba muchas veces estar viviendo una película de romanos, o de apaches, o simplemente de tiempos muy antiguos. Siempre asombro y curiosidad con el mundo vegetal.
Algunas cosas me parecían mágicas, sacar agua del pozo, nunca olvidaré los sonidos misteriosos de ese agujero oscuro que parece tener voces propias, ecos de agua y sombra; coger berros en los manantiales, tomillo en las laderas, hinojo en los caminos; y ver cómo se hacían las escobas. Había plantas para las escobas bastas y otras para las más delicadas. La ceacilla, que es como tocar el plumón suave de los pichones, para hacer plumeros; y la cabezuela para barrer los suelos y quitar telarañas. Se dejaban secar y haciendo manojos se ataban a palos, más o menos rectos, para formar el mango ¿no os parece fascinante? El ingenio, se trata del ingenio. Tío Toño, tío Isi y tío Teo eran los que mejor hacían las escobas.
Continuará....
LORENZO ALMAR
Es un placer poder compartir este texto. Su autor nos lo hizo llegar hace algunos meses y nos pareció que debíamos pedirle permiso para publicarlo en nuestra revista. Gracias por tu generosidad. Nos narras tus recuerdos y lo haces describiendo entornos, personajes y costumbres propios de una época. Todo está lleno de matices, de colores que nos evocan emociones. Eres un muy buen referente, te queremos Lorenzo - EnManteca -