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Los pasos del estornino se introdujeron abruptamente en el sueño del caminante cuando despuntaba la mañana; procedían del cuarto de baño, adonde se dirigió aún somnoliento y temeroso de que fueran ratones. Permaneció quieto, bajo el umbral de la puerta, contemplando el techo de escayola y siguiendo con la mirada el ir y venir de lo que, sin lugar a dudas, debía de ser el agitado corretear de un animal asustado. Advirtió que faltaba una lámpara en uno de los focos empotrados en el techo; se colocó debajo y justo en ese momento asomó la carita un estornino negro, con un pico puntiagudo y amarillento. Debe de haber entrado por el shunt de ventilación, pensó el caminante con cierto alivio antes de volver a la cama. Cuando despertó un par de horas más tarde los ruidos habían cesado y el caminante no tenía claro si lo que recordaba formaba parte de la tupida madeja de los sueños o no, pero el interés por los estorninos se quedó con él para siempre, durante la vigilia y durante el sueño.

No le era extraño al caminante el estornino negro, un ave fácil de ver en entornos humanizados. El caminante estaba acostumbrado a encontrarlo en las inmediaciones de su vivienda, puesto que utilizaba como posadero las antenas de televisión. Le seducía el negro compacto y  azabache de su plumaje, con ciertos brillos verdes y púrpuras. Tenía unas patitas cortas y rosadas con las que se desplazaba no dando saltitos, como otros pájaros, sino caminando.  Alguna vez el caminante lo había confundido con un mirlo pero su pico, amarillento en verano y oscuro en invierno, era más largo y afilado y con él se alimentaba de frutas, semillas y algunos invertebrados, como escarabajos y saltamontes. El caminante solía dejarle en el techo de su casa restos de fruta. Le encantaba escuchar el amplio repertorio vocal del estornino, sus prolongados silbidos traían a su memoria sonidos lejanos de un oficio antiguo y quizás extinto, los sonidos de un artesano ambulante que iba de barrio en barrio, de pueblo en pueblo, anunciándose con una pequeña flauta de pan hecha de cañas y afilando cuchillos con una rueda de molar  montada en la parte trasera de su humilde vehículo, una bicicleta o una motocicleta de baja cilindrada. El afilaooor…Era una melodía breve y sencilla que llenaba el cielo de la mañana y tal como aparecía, desaparecía, dejando en el asfalto un poso de transitoriedad, de tristeza ambulante. El afilaooor…

A diferencia de otras aves de la zona, como las grajillas, el estornino era un ave muy gregaria y solía cruzar el cielo de la tarde en grandes bandos, especialmente durante el invierno. El caminante se quedaba extasiado observando la hipnótica coreografía que ejecutaban en el cielo, volando al unísono y trazando repentinos cambios de dirección. Se dirigen a sus dormideros, allá abajo, le comentó una tarde un vecino, señalando una zona arbolada situada a las afueras de la población.  Volaban haciendo mucho ruido y en perfecta sincronización. El paso del bando apenas duraba unos segundos durante los cuales se podían ver en el cielo sinuosos dibujos en la nube negra de los estorninos. El caminante recordaba entonces el poso de tristeza ambulante que dejaba en los barrios el paso del afilador con su chiflo hecho de cañas. Sabía el caminante que existían en las poblaciones muchas leyendas asociadas al paso por ellas del afilador de cuchillos, algunas de buen augurio, otras de mal presagio, todas infundadas como no podía ser de otra forma. Del mismo modo, la líquida nube negra de los estorninos marcaba el inicio del cierre del día en las tardes de invierno y nada más; un hermoso baile ejecutado en el cielo maleable como la propia luz del día, como el propio curso de la vida. Venían entonces a la memoria del caminante unos hermosos versos del poeta portugués Cristovam Pavia: E cuando os homens, e as mulheres de saias atadas parecendo calças,/ Partiam…/ Deixando no escurecer, cada vez mais longe, /Cançoes que nem sei por qué me enchiam de tristeza.